Pequeñas fábricas de recuerdos

Recuerdo una anécdota de cuando era pequeño que no llegué a entender hasta que crecí y maduré. En su casa de Maspalomas, mi abuelo tenía una silla a la que tenía muchísimo cariño. Una silla de madera tapizada en la que, según supe años después, siempre se sentaba mi abuela antes de fallecer. Cada vez que íbamos desde Madrid, yo siempre me subía y bajaba y jugaba en ella, y mi abuelo, según me han contado después, me dejaba pero con cierto recelo. Años después, en una fábrica de sillas de madera que colindaba con la nave industrial en la que yo trabajaba, encontré una silla exactamente igual y tuve que comprarla casi como si estuviese comprando un recuerdo. Cuando yo era niño no comprendía ese valor tan elevado que tenía la silla para mi abuelo. Para mí era una silla, sin más, un lugar donde sentarse como podía serlo otro cualquiera. Sin embargo, pasados los años, comprendí el porqué. Y cuando, de repente, me topé con esa silla en la exposición del establecimiento, algo me dio un revolcón total. Desde entonces, la silla está en una esquina de la casa de mi familia y mi padre es quien la usa para sentarse a tomar un café o simplemente para estar en la mesa en las horas de comida y cena.

Recordando el otro día ese momento en el que compré la silla, casi como un recuerdo en venta, me dio por pensar que seguramente la idea de la fábrica de sillasea algo condenado a desaparecer ante la irrupción de grandes superficies como Ikea, Bauhaus o Leroy Merlín, entre otras. Y no es por menospreciar a estas marcas, que ofrecen unos servicios fantásticos a sus clientes, pero da pena que algo tan romántico (en el sentido más antiguo de la palabra) esté comenzando a perder sus contornos y a desaparecer.

No sé qué fue de aquella silla, la original que estaba en casa de mi abuelo. Tras su fallecimiento, como viajar desde Madrid hasta Las Palmas de Gran Canaria era muy difícil, sobre todo el hecho de reunir a la familia, y como la única excusa para ir a menudo era ver al abuelo, aquella casa se vendió y, evidentemente, nadie reparó en esa pieza del mobiliario que el hombre adoraba. Probablemente se vendería con la casa y los nuevos propietarios acabarían por tirarla en cualquier contenedor de basura que la llevaría a su destrucción. Un triste destino para un recuerdo tan arraigado, pero así es la vida. Lo mismo ocurre con la especie del fabricante de sillas de madera, en el fondo una profesión condenada a la desaparición (o a lo sumo a la inclusión en las cadenas de montaje de los grandes almacenes) tras años y años de servicios a multitud de familias.

Sin embargo, pese a la cortina que pueden lanzar por encima de ellos, todavía existe la figura de la pequeña fábrica de sillas, mesas, taburetes y todo tipo de elementos del hogar, que no se han plegado ante el impulso de las grandes marcas, y que siguen ejerciendo su labor y lanzando al mercado productos de alta calidad, acabado y valor para las familias que prefieren el producto manual al producto elaborado en cadena de montaje y fabricación. Evidentemente, para ajustarse a los nuevos tiempos, el espectro comercial de estas pequeñas empresas ha aumentado, incluyendo en su catálogo tanto mesas, sillas o taburetes como tapizados y diversidad de colores para los acabados de la madera. Hoy en día es raro que una casa tenga una monotonía cromática: la cocina se suele tener en dos o más colores, por lo que la composición ha de permitir la variedad y la combinación de texturas, tapizados y colores de forma natural.

Los tiempos modernos parecen engullirlo todo; sin embargo, aún quedan reductos resistentes a su impulso hambriento de tragarse todo el entorno. Como si fuesen la Galia de Asterix y Obelix, las pequeñas fábricas y establecimientos continúan resistiendo a los envites del presente a base de fabricar materiales cuidados y llenos de mimo por el propio proceso. En definitiva, fabricando la posibilidad de generar recuerdos de futuro en el seno de las nuevas familias y sus viviendas.

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